Nada resultaba tranquilizador, sólo su presencia y la
cadencia de su mirada. Noches agitadas de calor que le inundaban el día de un
placer sediento y solitario. Lo buscaba, lo buscaba como un animal domesticado
que se ha quedado huérfano. Su olor aparecía donde menos lo esperaba y su
espuma subía hasta la mañana.
Por las
tardes, sentía que se ahogaba, que la muerte sucedía allí, que sólo la salvaría
la posibilidad de varios anocheceres. Entonces, él entraba calmo, sonriente,
con su pecho enorme para deshacerle el miedo del atardecer.
El tiempo no era tiempo, no transcurría entre matices, sólo
hilvanaba un rojo espúreo la cabellera de aquel amor. Cuándo él se iba, se
llevaba la luz; todo yacía descolorido y deformado por la ausencia de su sombra.
Una noche
no volvió y ella fundió su desesperación en sollozos entrecortados y trazos
rápidos sobre una hoja de papel, que, seguramente, nunca entregaría. Exhausta
por el esfuerzo, con un orgasmo entre sus piernas y un poco de alcohol en la boca, se tumbó sobre
la esterilla que cubría parte del living. El fuego la agobiaba y el abandono se
convertiría en uno de los caminos posibles que recorrería, ya tranquila, entre
encuentros y desencuentros.
LIGEIA 2012
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